martes, 30 de diciembre de 2003

¡Alcoholímetro!

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 30 de diciembre de 2003

La noticia de que el gobierno del DF dejaría de aplicar durante el 24 y el 31 de diciembre la polémica prueba del alcoholímetro ha hecho felices a una gran cantidad de capitalinos que, por alguna razón que los abstemios como un servidor no entendemos, no conciben pasársela bien en una fiesta sin ponerse hasta las chanclas.

La prueba, que se aplica a conductores detenidos al azar en las calles de la ciudad y permite remitir al ministerio público a quienes sobrepasen el límite permitido, consiste en bajarse del auto, soplar en un tubito conectado a un aparato electrónico portátil, y esperar que el nivel de alcohol presente en la sangre del desafortunado conductor no exceda de 0.04 por ciento de alcohol en el aliento (lo cual equivale a 0.08 por ciento en la sangre).

Entiendo lo molesto de la prueba, y lo inquietante de sentirse amenazado con “de 12 a 36 horas de arresto”, que es la pena “inconmutable”que se aplica. Y desde luego, la tregua navideña me parece una buena idea, pues hace que los bebedores se sientan menos amenazados en estos días de paz y amor. Esperemos que la tasa de accidentes automovilísticos, que según las autoridades ha disminuido en 70 por ciento desde que se aplica la prueba, no se eleve en esos días.

Se sabe perfectamente los daños que puede causar el alcohol: falta de coordinación, disminución de reflejos, pérdida de inhibiciones... todo ello resulta peligroso cuando se maneja una máquina peligrosa, como es (por ejemplo) un automóvil. Es un hecho que la mayor parte de las muertes en accidentes automovilísticos son debidas al alcohol. Y sin embargo, ¿debe respetarse la libertad del individuo de consumirlo? (Piense usted en las drogas, un caso en que no se respeta la libertad del individuo... ¿qué tan distintas son del alcohol? ¿Por qué las drogas son ilegales y el alcohol, que causa tantas muertes, no?).

Cuando bebemos una copa, esta pequeña molécula, cuyo nombre químico es etanol, llega a la sangre, tras ser absorbida ya desde el estómago, pero sobre todo en la mucosa intestinal (un dato interesante es que, mezclado con bebidas gaseosas, se absorbe más rápidamente).

Al mismo tiempo, el cuerpo comienza a eliminarlo. Entre un 2 y un 10 por ciento de lo consumido se llega a desechar a través de los pulmones (el aliento alcohólico), el sudor y la orina. Pero el resto tiene que ser metabolizado: transformado en otras sustancias. Esto sucede principalmente en el hígado.

Las células hepáticas contienen una enzima –proteína especialista en reacciones químicas– llamada deshidrogenasa alcohólica, que como su nombre lo indica, le quita hidrógeno al etanol y lo convierte en acetaldehído. Éste es una sustancia sumamente tóxica, pero inmediatamente es transformado por otra enzima en acetato, que luego se oxida para convertirse en dióxido de carbono y agua. En el proceso, se liberan calorías que le dan energía al organismo.

Un problema es que la velocidad con las que las enzimas del hígado pueden eliminar el alcohol está limitada. En una hora pueden procesar como máximo, en un hombre adulto promedio, alrededor de lo que contiene una copa de vino o una botella de cerveza.

Otro problema, desde luego, son los efectos que el alcohol, que llega al cerebro a través de la sangre, tiene sobre el sistema nervioso. Su efecto principal es depresivo. En bajas concentraciones, paradójicamente, puede tener un efecto estimulante, al deprimir los centros inhibidores, pero al aumentar la cantidad absorbida produce sucesivamente somnolencia, estupor e incluso coma. Los efectos incapacitantes se comienzan a presentar en general cuando la concentración en la sangre es entre 0.03 y 0.05 por ciento. Con 0.15 por ciento la persona está claramente intoxicada (habla arrastrada, caminar torpe). Por arriba de ese nivel, lo más probable es que se el bebedor se quede dormido, pero si consumió suficiente alcohol como para llegar a niveles aún mayores, puede caer en coma. Con una concentración de entre 0.5 y 1 por ciento de alcohol en la sangre, los centros de la respiración del cerebro pueden quedar anestesiados, con lo que el bebedor muere de asfixia. Estos casos, sin embargo, son raros: la forma más común en que el alcohol mata es a través de un automóvil.

Y sin embargo... la gente sigue bebiendo en exceso y luego sentándose detrás del volante. ¿Por qué? La respuesta seguramente sale del campo de las ciencias duras, y entra en el terreno de la psicología.

Es curioso el ingenio de los bebedores –y especialmente quienes venden bebidas alcohólicas–para criticar el alcoholímetro, o para tratar de darle la vuelta. Me pareció especialmente divertido el intento que hicieron recientemente los restauranteros de vender un agua especial con alto contenido de oxígeno, prometiendo que luego de tomarla –y esperar alrededor de una hora– el bebedor no tendría que temer al alcoholímetro. Quizá este producto ayude a disminuir los efectos de la “cruda”, pero no puede acelerar sensiblemente el metabolismo del alcohol (lo de esperar una hora, claro, es buena idea).

En todo caso, las propuestas de pagar un taxi o un chofer que maneje el auto de bebedor me parecen propuestas más sensatas. No se trata de que la gente no beba, sino de que no maneje bebida. De cualquier modo, trate usted, querida lectora o lector, de no poner su vida en riesgo este año nuevo, para poder disfrutar de un 2004 feliz y lleno de prosperidad.

martes, 23 de diciembre de 2003

Santa Clós vs. los hermanos Wright

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 23 de diciembre de 2003

¿Puede volar un aparato más pesado que el aire? Y si es así, ¿podrá volar un trineo como el de Santa Clós? La versión oficial es que un avión sí puede volar, pero no un trineo. Pero las versiones oficiales a veces son discutibles.

Yo, por ejemplo, me sentí muy desilusionado al enterarme de que el intento de reproducir el histórico vuelo de los hermanos Wilbur y Orville Wright en Kitty Hawk, Carolina del Norte, el pasado 17 de diciembre, fracasó rotundamente. La réplica de su avión, el Flyer 1, se deslizó sobre un riel de madera para acabar encallado en un charco de agua. Si el vuelo conmemorativo fracasó, ¿de veras habrá volado el avión original hace 100 años?

La historia oficial, nuevamente, dice que el Flyer 1, construido con madera y tela, y con un motor de aluminio y cobre de 12 caballos de fuerza, logró volar (en el cuarto intento) la asombrosa distancia de 852 pies (260 metros). Desgraciadamente, hubo muy pocos testigos, y en los años siguientes a su hazaña los Wright mantuvieron una gran discreción, rayana en el secreto, por temor a que alguien les robara sus ideas (y su fama). Desarrollaron otros aeroplanos y en 1906 obtuvieron una patente, pero aún así se resistían a proporcionar información sobre sus detalles. Rehusaban demostrar el vuelo o permitir que se fotografiara a menos que los interesados firmaran un contrato de compra del aeroplano. Para 1906, en Francia y Alemania se comenzó a dudar de la veracidad de los Wright.

Al mismo tiempo, el brasileño Alberto Santos-Dumont reclamaba la gloria de ser el primer aviador. En julio de 1901 se había hecho famoso por haber circundado la torre Eiffel a bordo de un globo dirigible, probando así que se podía volar en forma controlada (algo que difícilmente se podría decir de los primeros vuelos de los Wright, cuyos aterrizajes más parecían choques). El 13 de septiembre de 1906, Santos-Dumont logró volar en su avión 14-bis la distancia de 7 o 13 metros (el dato es confuso). El 23 de octubre voló 60 metros, y el 12 de noviembre, 220 metros. La revista Scientific American (diciembre 2003) comenta que “como no había prueba de lo contrario en ese momento, (Santos-Dumont) fue aclamado como el primer hombre en volar”. Lo importante es que el avión de Santos-Dumont (a quien los brasileños siguen considerando el verdadero padre de la aviación) logró levantar el vuelo sin utilizar un medio externo de propulsión, sólo con la potencia de su motor. Los de los Wright requerían de una rampa para adquirir impulso. Sin embargo, en agosto de 1908 los Wright dieron una demostración pública de sus para entonces muy avanzados aeroplanos en Le Mans, Francia, con lo que consolidaron su destreza y superioridad.

De modo que el título de primero aviador es discutible. Pero no así el hecho de que los aviones vuelan. Yo, por ejemplo, no puedo evitar cada vez que vuelo una profunda sensación de maravilla en el momento de despegar. Sentir la potente aceleración, ver cómo el suelo se aleja y las personas, automóviles y casas se van empequeñeciendo hasta convertirse en menos que hormigas no deja de parecerme increíble. ¡El avión funciona; de veras vuela!

Volviendo a Santa Clós, ¿por qué no podría también volar su trineo? Los libros de física nos explican que el vuelo en avión es posible gracias al llamado principio de Bernoulli, que dice que la presión de un fluido en movimiento disminuye con su velocidad. En particular, el aire en movimiento rápido ejerce menos presión que el aire en movimiento lento.

Las alas de los aviones están diseñadas para que, al moverse, hagan que el aire que pasa por arriba del ala recorra en el mismo tiempo una distancia mayor que el aire que pasa por debajo: que fluya más rápido por arriba. Esto ocasiona que haya menos presión encima del ala que debajo, y esta presión desde abajo es la que eleva a los aviones (por eso un avión sólo puede volar si primero logra avanzar a una velocidad suficiente).

Bueno, eso dicen los libros, pero un niño o un escritor de ciencia ficción podrían pensar que quizá hay otras explicaciones. Después de todo Santa Clós logra volar en un trineo jalado por renos y sin alas, ¿no?

Alguna vez leí un libro en el que se explicaba la aerodinámica de las pezuñas y cornamentas de los renos de Santa Clós, y se argumentaba que su estructura especial permitía que se elevaran por los aires. Incluía datos, cálculos y diagramas para mantener la fantasía y llevarla a los límites de lo creíble, un poco a la manera de Jorge Luis Borges en sus relatos fantásticos.

Sería bonito que fuera verdad, pero se trata de ficción. Dudas históricas aparte, las hazañas de los Wright y de Santos-Dumont nos permiten hoy viajar a Holanda en unas pocas horas. El trineo de Santa Clós, mientras tanto, seguirá perteneciendo al reino de la fantasía, y cumpliendo otras importantes funciones más relacionadas con la felicidad de los niños (aunque yo prefiero a los Reyes Magos, que no vuelan). El principio de Bernoulli –y en general, el conocimiento científico– funciona para construir aparatos efectivos. La fantasía, por su parte, es útil para satisfacer necesidades más íntimas. ¡Feliz navidad!

martes, 16 de diciembre de 2003

Homosexualidad: consultas y mitos

Martín Bonfil Olivera
16 de diciembre de 2003

“La democracia es el peor sistema de gobierno conocido, excepto por todos los demás”, dijo alguna vez un personaje famoso. (Creo que fue Winston Churchill, pero no me haga usted mucho caso). Tenía razón: la democracia, a pesar de sus indudables ventajas, es un sistema lleno de fallas.

Quizá la principal es que el debate basado en argumentos racionales, que debería servir para lograr que los votantes apoyen a uno u otro bando en una elección, puede ser fácilmente sustituido por estrategias de propaganda y mercadotecnia que logran el mismo objetivo (convencer) en forma más eficiente y sencilla (¡y sin necesidad de razonar!). Las elecciones del 2000 lo comprobaron ampliamente.

Pero cuando la democracia, incluso con sus carencias, es sustituida por versiones “light”, como la famosa figura de la “consulta ciudadana”, nos quedamos con sus defectos pero perdemos sus ventajas, pues se sustituye una votación representativa por una especie de encuesta simple que sirve más que nada como recurso publicitario.

Es por eso que me extraña y preocupa la reciente ocurrencia del jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, al proponer una consulta antes de que se apruebe la Ley de Sociedades en Convivencia. “Yo lo que sostengo es que cuando hay iniciativas muy polémicas lo mejor es preguntarle a la gente, es decir, lo mejor es la consulta, es lo más democrático, en vez de caer en descalificaciones de un lado y de otro. Ahora sí que, para no equivocarnos, lo mejor es preguntar”, afirmó (La Jornada, 8 de diciembre).

Desde luego, al decir que el tema “es polémico” se refería a un caso especial de sociedad de convivencia: las que se darían entre parejas homosexuales. Y lo que hace que este tipo de uniones sean “polémicas” son los prejuicios sociales, en gran parte alentados por la cultura católica.

El problema es que se ha tergiversado el sentido de esta ley, cuyo dictamen ya fue aprobado “en lo general” el 5 de diciembre por diputados del PRI y el PRD en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF). Se habla de “la ley sobre uniones homosexuales” o incluso “la ley sobre gays” o “la ley gay” (como la llamaron los integrantes de la Iglesia Cristiana Evangélica que protestaron frente a la ALDF el pasado 8 de diciembre).

En realidad, dicha ley se aplicaría no sólo a homosexuales que deseen formar una unión con todos los derechos que tienen los matrimonios tradicionales, sino también a otros tipos de relación que no tienen un componente afectivo íntimo, pero en las que una parte quiera proporcionar a la otra ciertos beneficios, como el poder heredar. Tampoco es cierto, como afirman grupos de ultraderecha, que dicha ley sea el primer paso para luego legalizar la adopción de niños por parejas homosexuales, y mucho menos para “destruir la familia” (argumento que siempre usan los de ProVida, pero cuya lógica nunca explican).

El prejuicio contra la homosexualidad existe desde siempre. (Para profundizar, recomiendo el excelente libro Una historia sociocultural de la homosexualidad, de Xabier Lizarraga, Paidós, 2003.) Pero lo mismo sucede con la idea de la superioridad del hombre sobre la mujer, o la de algunas razas sobre otras. La existencia misma de razas humanas es un concepto obsoleto, desde el punto de vista científico, social y ético.

El simple sentido común indica que es injusto de negar los mismos derechos de todo ciudadano a l@s homosexuales sólo porque a alguien no le guste lo mismo que a ell@s, siendo que pagan impuestos y obedecen las mismas leyes que los demás. El mito de que son “enfermos” o “depravados” ha sido totalmente desechado por la comunidad científica y médica de todo el mundo. Los argumentos “morales” en contra de la homosexualidad han sido también refutados hasta el cansancio. ¿Qué es lo que queda entonces para negarles a lesbianas, gays, bisexuales y transgenéricos (la famosa comunidad LGBT) un trato igual al de cualquier ciudadano? Prejuicios, basados en el miedo a lo diferente. Este temor, que se conoce como homofobia, es una forma de discriminación, y como tal está penada por la ley.

En particular, se esgrime una y otra vez el argumento de que la homosexualidad es “antinatural”. Lo cierto es que, desde el punto de vista biológico, el comportamiento homosexual se presenta a lo largo de toda la gama de seres vivientes, es muy común en todo tipo de mamíferos, incluyendo los primates no humanos, y aparece en todas las culturas humanas. El libro La orientación sexual, de Luis González de Alba (Paidós, 2003) ofrece abundante información al respecto.

Creo que lo peligroso de la propuesta de López Obrador es que, al someter a una consulta (que según el Instituto Electoral del Distrito Federal costaría 58 millones de pesos) esta “polémica” cuestión, lo que se podría lograr es simplemente dinamitarla. Con ello, se daría un paso atrás en la lucha por una causa justa, y el prejuicio y la homofobia habrían ganado una batalla. Si de lo que se trata es de lograr una sociedad más justa, no es aceptable disfrazar los prejuicios religiosos o discriminatorios con falsos datos científicos. Y menos aún es suponer que una votación telefónica, fácilmente manipulable por grupos de interés de uno y otro lado, pueda sustituir al verdadero proceso democrático.

martes, 9 de diciembre de 2003

Oscurantismo y prejuicios

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 9 de diciembre de 2003

Pocas cosas hay más tristes que los prejuicios, pues nos hacen perder oportunidades. Yo, por ejemplo, tengo el fuerte prejuicio de no tomar alcohol, y sé que me he perdido de varias experiencias valiosas. Quizá valdría la pena aprender a apreciar un buen vino…

Pero una cosa son los prejuicios personales, y muy otra son los que se intentan imponer en cuestiones públicas, sobre todo si causan daño o impiden avances que podrían beneficiar a la sociedad.

Leo en Reforma (5 de diciembre) que la semana pasada la H. Cámara de Diputados “aprobó un decreto que prohíbe la investigación con células troncales humanas de embriones vivos, o aquellas obtenidas por transplante nuclear”.

En el mismo artículo se incluyen las opiniones de varios destacados científicos al respecto, entre ellos Francisco Bolívar, pionero de la ingeniería genética en México (y en el mundo); Antonio Velázquez, uno de nuestros principales expertos en medicina genómica, y Luis Herrera Estrella, uno de los iniciadores de la ingeniería genética en plantas a nivel mundial. Todos coinciden en lamentar la decisión de los diputados, y consideran que se tomó sin tener los conocimientos suficientes.

¿Qué prohibieron los diputados? Usar un tipo especial de células humanas, las células precursoras totipotenciales (incorrectamente llamadas “troncales” o “estaminales”, por traducción literal del inglés stem cells), también conocidas como “células madre”. Son células que tienen la capacidad de dar origen a todos o varios de los tejidos de un ser humano; en ciertas condiciones, pueden formar un ser humano completo.

La célula totipotencial por excelencia es el óvulo fecundado. Incluso cuando se ha dividido varias veces, cada una de sus células hijas siguen siendo células madres: pueden todavía dar origen a un bebé completo (esto es lo que sucede cuando se forman gemelos idénticos). En fases más avanzadas del desarrollo del embrión, las células se van diferenciando y van perdiendo su capacidad para formar todos los tejidos, pero todavía pueden originar varios tejidos del cuerpo. En cambio, en etapas posteriores, la mayoría de las células pierden por completo esta capacidad y sólo pueden dar origen a células de su mismo tipo.

Los biotecnólogos no están proponiendo clonar un ser humano (clonación reproductiva). Está claro que todavía hay dificultades técnicas que hacen imposible y antiético intentarlo, pues en el intento se producirían numerosos embriones que no se desarrollarían normalmente. Lo que se pide, y que nuestros diputados –encabezados por los panistas– prohibieron, es la clonación terapéutica: clonar células humanas para realizar investigación y, en un futuro, desarrollar tratamientos terapéuticos para las más diversas enfermedades.

¿Por qué tanto miedo? (Porque lo que expresa la prohibición de los diputados, así como la constante oposición a la clonación de células humanas, es miedo.) Creo que aquí se mezclan dos prejuicios. Uno, que más bien es una mentira, es el de que los biotecnólogos están tratando de lograr que se apruebe la clonación terapéutica para después lograr la clonación reproductiva. Otro, más profundo, es que la clonación es, de por sí y en todos los casos, algo negativo, peligroso y casi monstruoso.

En la raíz de esta visión se hallan la ignorancia y el pensamiento mágico. Ignorancia porque la clonación como medio de reproducción se halla en toda la naturaleza (en bacterias, protozoarios, hongos, plantas…) y ha sido aprovechado por el hombre desde siempre. Muchas plantas de interés comercial, como los rosales o las vides, han sido seleccionadas durante muchos años para producir las variedades que ofrecen precisamente los colores o sabores que las hacen tan especiales y valiosas en el mercado. Si estas plantas se reprodujeran sexualmente, cruzándose, sus valiosos genes –su genoma-, que tanto trabajo ha costado reunir, se dispersarían, mezclándose de nuevo desordenadamente en la descendencia. Por ello, se prefiere reproducirlas asexualmente por clonación: tomando “piecitos” de las plantas y sembrándolos para que se desarrollen en nuevas plantas adultas.

El pensamiento mágico se manifiesta en la interpretación que se le da a la posible clonación de un ser humano: los científicos, se dice, quieren jugar a ser dios. ¿Cuál es el punto de vista científico? Que el ser humano es un producto de la evolución por selección natural. Como tal es parte de la naturaleza, y no es mejor ni peor que cualquier otro ser vivo. No existe en él ninguna esencia sobrenatural que lo distinga. Un ser humano clonado sería tan humano como cualquier otro, y tendría los mismos derechos humanos.

Es por ello que clonar a un humano es una cuestión que debería tomarse muy en serio. No sólo por los posibles defectos que pudiera tener el producto, o porque al intentar clonarlo se desecharan varios embriones malogrados; también porque, una vez nacido, el clon se enfrentaría a problemas legales, sociales y morales. Quizá no tenemos derecho a clonar un humano, después de todo, pero por razones médicas, éticas, sociales o humanas: no sobrenaturales.

Pero mientras se da la necesaria discusión para llegar a acuerdos en esta cuestión, es inmoral detener la investigación sobre clonación terapéutica que podría ayudar a tantos enfermos. Al hacerlo, nuestros diputados estorban el avance de la ciencia biomédica mexicana y fomentan que sigamos estando a la zaga de otras naciones. Lástima.

martes, 2 de diciembre de 2003

Ciencia, sociedad y erecciones

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 2 de diciembre de 2003

¿Qué pasaría si no existiera el Viagra? Tal vez alguien lo inventaría… Tal es la premisa de la novela NO, del químico Carl Djerassi.

NO no es una novela de ciencia ficción. Pertenece a una corriente que su autor inventó, y que ha denominado “ciencia en ficción”. La diferencia es sutil: en la ciencia en ficción, se crea una ficción que habla sobre la ciencia sin introducir elementos imposibles. El objetivo es presentar al lector una visión realista de qué es la ciencia y, sobre todo, de cómo trabajan los científicos y cómo es su vida.

Djerassi no es un personaje muy conocido, aunque es uno de los científicos que más ha contribuido a cambiar la sociedad contemporánea. Se trata nada menos que de uno de los químicos que desarrollaron la píldora anticonceptiva. Labor que, curiosamente, se llevó a cabo en nuestro país, en la empresa Syntex. Su creación y puesta a la venta al público marcó, desde muchos puntos de vista, un cambio decisivo en la sociedad: fue quizá el elemento más importante en la liberación femenina, y en el cambio en los roles tradicionales del varón y la hembra.

Posteriormente a la píldora, Djerassi se hizo rico (naturalmente), y se convirtió en mecenas de artistas y bon vivant. Además, comenzó a interesarse en los aspectos sociológicos de la biología de la reproducción y en la lucha por los derechos femeninos. También comenzó a escribir.

“La cultura y las costumbres de los investigadores científicos son tribales”, afirma Djerassi, y por ello intenta mostrar en sus novelas los ritos, costumbres y tradiciones que existen en esta tribu tan poco comprendida. Al hacerlo, contribuye a romper con la falsa imagen del científico como alguien distinto al resto de los seres humanos, que vive en una torre de marfil alejada de la sociedad y sin contaminarse con “influencias nocivas” como la política, la economía o las envidias o rivalidades entre colegas. Lejos de esto, Djerassi nos muestra lo humanos y complicados que pueden ser los científicos: tanto como cualquier persona.

Djerassi se propuso escribir una tetralogía de novelas sobre científicos, aunque al final acabó escribiendo cinco (una, Marx el difunto, es sobre un escritor), más dos obras de teatro, una autobiografía y un libro de reflexiones. NO (aparecida este año y publicada en español, como toda su obra, por el Fondo de Cultura Económica) es la cuarta, con lo que se cierra el ciclo.

En las tres primeras novelas (El dilema de Cantor, El gambito de Bourbaki y La semilla de Menachem), aborda respectivamente temas como la competencia entre científicos por el reconocimiento de sus colegas, por los premios (como el Nobel) y por la fama; los problemas que enfrentan los científicos de edad madura, pero aún productivos, que son obligados a retirarse; y la influencia que las nuevas técnicas reproductivas in vitro pueden tener en una historia de amor. Al mismo tiempo, explora aspectos como la influencia del entorno geopolítico o las características étnicas de los investigadores en el desarrollo de la ciencia. Todo ello de forma amena, inteligente, bien narrada e interesante.

NO se centra en un aspecto de la ciencia –y en particular de la farmacología– que muchas veces pasa desapercibido no sólo para el público, sino para los propios científicos que laboran en la academia, lejos de las complejidades de la industria. Se trata del largo y tortuoso camino que un descubrimiento científico tiene que seguir antes de tener una aplicación práctica y ser usado por el público. Los personajes –en particular los femeninos son siempre especialmente poderosos– nos muestran qué sucede cuando un científico tiene que convertirse, para poder lograr que sus descubrimientos sean aplicados, en industrial y hombre –o mujer– de negocios.

Djerassi usa el óxido nítrico, NO, como pretexto. Este sorprendente gas demostró hace poco ser una hormona responsable de gran cantidad de procesos en el ser humano. Participa en la circulación sanguínea, el cáncer y el funcionamiento cerebral. En particular, controla la relajación de las paredes de los vasos sanguíneos, y por ello puede usarse para combatir los ataques al corazón (las pastillas de nitroglicerina se usaban para esos casos porque liberaban NO) y también para facilitar el flujo de sangre al pene: causar erecciones. El Viagra, quizá el medicamento más famoso de los últimos años, ocasiona la liberación de NO. La novela de Djerassi no habla del Viagra, sino de otro medicamento ficticio que hubiera podido ser usado para el mismo fin.

La experiencia personal de propio Djerassi le permite dar así una interesantísima visión desde dentro de la relación ciencia-industria. De hecho, varios de los personajes son tomados de la realidad, y el propio Djerassi –quien siempre lamentó no haber recibido el Nobel– se introduce en su novela y se otorga un imaginario premio equivalente al deseado galardón.

La prosa de este químico no es grandiosa; se trata de novelas sencillas, aunque ingeniosas y muy agradables. Cumplen más que satisfactoriamente con su fin, y creo que merecen ser leídas ampliamente. Conque queda usted convidado a sumergirse en el mundo del NO y en el de los científicos, su trabajo, sus amores, sus envidias y rivalidades, llevado de la mano por el químico que cambió la forma en que concebimos el sexo. ¡Que disfrute el viaje!

martes, 25 de noviembre de 2003

Dos teorías de la mente

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 25 de noviembre de 2003

Uno de los más grandes misterios que le quedan a la ciencia por resolver, luego de habernos dado una perspectiva acerca del universo y de la vida, es la mente.

Me desagrada, al hablar de ciencia, usar la palabra “misterio”. En general, los científicos no se ven a sí mismos como “reveladores de misterios”, sino como investigadores de la naturaleza. En cambio, una de las marcas características de charlatanes y seudocientíficos es que continuamente hablan de “grandes misterios”.

Y sin embargo, quizá no haya misterio mayor que el que unos átomos, inanimados en sí mismos, pero acomodados en cierta manera para formar un cerebro humano vivo, puedan tener conciencia. Francis Crick, descubridor de la estructura del ADN y hoy neurobiólogo, en su libro The astonishing hypothesis (traducido truculentamente como La búsqueda científica del alma), lo expresó así:

“La hipótesis sorprendente es que tú, tus alegrías, tus tristezas, tus recuerdos y ambiciones, tu sentido de identidad personal y tu libre albedrío no son en realidad más que el comportamiento de un vasto conglomerado de células nerviosas y sus moléculas asociadas.”

En ciencia se descarta de antemano cualquier explicación sobrenatural o mística; las explicaciones científicas tienen por necesidad que ser naturalistas. Recurrir a un “alma” inmaterial que “habita” en el cerebro no tiene chiste: es una explicación que no explica nada, y además no puede someterse a prueba. (La “hipótesis” del alma también supone que ésta sale del cuerpo al morir, como se insinúa en el título de 21 gramos, la película de moda esta semana... Es curioso pensar que el alma, entidad inmaterial por excelencia, pudiera pesar algo, cuando sólo la materia tiene la propiedad que llamamos peso.)

La explicación del alma como algo separable del cuerpo –o de la mente separable del cerebro– son dualistas: distinguen entre la simple y despreciable materia y el sutil mundo de lo espiritual. Las primeras explicaciones sobre la mente, como la que planteó René Descartes en el siglo 17, eran de este tipo: la mente o espíritu se “conectaba” con el cuerpo a través del cerebro.

En las teorías científicas actuales sobre la conciencia hay dos tendencias. La primera parte de la química y la biología para plantear el surgimiento de la mente. El argumento es sencillo: la vida surge gracias a las propiedades químicas de las moléculas que forman a los seres vivos. Estas moléculas se organizan, gracias al proceso de la evolución, para formar células y organismos complejos. En nuestro caso, la evolución ha producido un cerebro capaz de llevar a cabo los procesos que se manifiestan en el fenómeno subjetivo que experimentamos como conciencia.

Vista así, la mente es un producto más de la evolución; es consecuencia de las propiedades físicas, químicas y biológicas de los seres vivos y es inseparable del cerebro. La mayoría de los neurobiólogos serios, que buscan explicar en detalle cómo es que nuestro cerebro produce la conciencia, comparten estas ideas. Un ejemplo es Daniel Dennett, de quien puede usted leer el libro Tipos de mentes (Debate, 2000).

Pero hay quienes exploran rutas distintas. Algunos físicos, por ejemplo, tienden a pensar que para explicar los fenómenos biológicos y mentales hace falta algo más que la simple química y biología que todos conocemos. Algo así como un nuevo principio físico, una nueva ley de la naturaleza.

No es la primera vez que esto sucede: a principios del siglo 20, cuando la pregunta “¿qué es la vida?” distaba mucho de tener una respuesta, algunos de los físicos que crearon la mecánica cuántica pensaron que para explicar la vida se requerirían nuevas leyes naturales, y comenzaron a buscarlas. Gracias a ellos, en gran parte, nació la moderna biología molecular, que explica el funcionamiento de los seres vivas con todo detalle, hasta el nivel de las moléculas que los forman. Los principios desconocidos, las nuevas leyes, no sólo nunca se hallaron, sino que no fueron necesarias. Para explicar la vida, basta con la química (y la física en que ésta se basa).

Hoy el físico y matemático Roger Penrose, descubridor –junto con el famosísimo Stephen Hawking– de los hoyos negros, ha formulado su propia teoría de la mente, publicada en su libro La nueva mente del emperador (Fondo de Cultura Económica, 1996). Plantea que el cerebro, y en particular una proteína llamada tubulina, que se halla en las fibras que forman el “esqueleto” celular o citoesqueleto de las neuronas, pueden participar en fenómenos cuánticos novedosos que permitan “conectar” al cerebro con el “mundo de la mente”, una especie de realidad platónica que existe paralelamente a este prosaico mundo material.

No hay que olvidar que en realidad, los seres conscientes no vivimos directamente en el mundo material, sino en un “mundo virtual” que construye nuestro cerebro, una representación de lo que hay afuera de nuestras cabezas. Pero de esto a plantear que el mundo mental es realmente otra realidad separada de ésta... No sé a usted, pero la explicación de Penrose me suena excesivamente complicada y poco natural (además de dualista). Me parece más parsimonioso explicar la mente a partir de lo ya conocido antes de introducir factores nuevos. Pero no se preocupe: seguramente en pocos años podremos saber cuál de las dos rutas parece más prometedora. Los avances se están dando con una celeridad sorprendente; apuesto a que el siglo 21 será el siglo de la mente.

martes, 18 de noviembre de 2003

Guerra contra la cultura... científica

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 18 de noviembre de 2003

La nota principal de los últimos días ha sido la propuesta del gobierno federal de “desincorporar, liquidar, extinguir, fusionar o enajenar” (todos ellos eufemismos para “deshacerse de”) una serie de instituciones. Entre ellas algunas son filantrópicas, como la Lotería Nacional y Pronósticos Deportivos (en estos tiempos de Teletones, ¿quién se preocupa por comprar un cachito?). Otras son de servicio social, como Notimex, la agencia noticiosa que, a pesar de su evidente ineficiencia, podría haberse reformado para cumplir satisfactoriamente su importante misión.

Pero lo más preocupante es descubrir que la mayoría de las entidades que se ofrecerán en la venta de garage gubernamental son de índole cultural. Tres relacionadas con el cine (el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) y los Estudios Churubusco. Otras con la cultura popular y la lectura: el Fondo Nacional para las Artesanías, Fonart, y la distribuidora de libros Educal. Y otras más con la docencia e investigación en problemas de interés nacional: el Colegio de Posgraduados de Chapingo; el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias; el Instituto Nacional para el Desarrollo de Capacidades del Sector Rural; la Comisión Nacional de Zonas Áridas, y el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua.

En cambio, el rescate bancario y el pago de la deuda gubernamental recibirán un incremento de recursos. Queda claro lo poco importante que es la cultura para este gobierno. Que se piense que deshacerse de este tipo de instituciones culturales es “ahorrar” es señal de que algo grave está pasando.

Refiriéndose a la desincorporación de Imcine y el CCC, Fernando del Paso escribió en La Jornada (10 de noviembre): “Tenemos un gobierno que no comprende… que esos institutos y esas escuelas no fueron creados para obtener ganancias. No son negocios. No son empresas. No son la Cocacola. Son organismos de inversión a largo plazo, que se recupera, y con creces, cuando cumplen debidamente su función. Invierten en el talento de los mexicanos, y ganan cuando ese talento da sus frutos”.

¿Qué decir, entonces, del recorte de 10 millones de pesos -casi 10 por ciento- en el presupuesto de Conacyt para 2004, según comenta José Antonio de la Peña, presidente de la Academia Mexicana de Ciencias (Milenio, 11 de noviembre)? Después de todo, si a la cultura le llegan tantos golpes, la ciencia no tendría por qué salir mejor librada, ¿no es así?

Creo que no. La cultura es indispensable para el desarrollo del país, indudablemente. En el caso de la ciencia –y no hablo sólo de la investigación científica, sino también de su enseñanza y su divulgación amplia- el argumento es el mismo, pero aún más robusto.

En primer lugar, la ciencia es parte de la cultura. Al igual que las artes o las humanidades, igual que un libro de Educal o una película del CCC o Imcine, la ciencia es producto de la creatividad humana, y como tal nos revela nuevas visiones que cambian nuestra concepción de nosotros mismos, del mundo en que vivimos y del lugar que ocupamos en él. Tan revelador respecto a la condición humana puede ser un poema o una novela como el desciframiento de nuestro genoma o la comprensión de los procesos cerebrales que permiten nuestra vida mental conciente.

La ciencia tiene entonces, a diferencia de lo que se cree comúnmente, un valor cultural. Pero lo cultural, ya lo sabemos, no sirve para nada. Aunque paradójicamente -y esto se les escapa a los administradores que nos gobiernan-, al mismo tiempo sirve para todo. “Todo” en el sentido humano. En el mismo sentido que uno no trabaja para ganar dinero o subir en la empresa, sino para tener una vida mejor; una buena vida, diría Fernando Savater. No hay que confundir los medios con los fines. Se trabaja para vivir, no se vive para trabajar; similarmente, la economía debería servir para el bienestar de los individuos, no para tener buenas cifras macroeconómicas a costa de pobreza e injusticia.

Pero aparte de este valor estético, tan vital, la ciencia ofrece además muchos otros beneficios de índole más práctica.

Una sociedad con una cultura científica es una sociedad más preparada para la democracia. Como escribió Carl Sagan en El mundo y sus demonios, la ciencia comparte muchas cosas con la democracia: el pensamiento crítico, el requerimiento de fundamentar las afirmaciones en pruebas, la obligación de hacer pública la información.

Una sociedad con cultura científica puede participar responsablemente en decisiones sociales relacionadas con ciencia y tecnología. La instalación de un reactor nuclear en Laguna Verde, la importación de granos transgénicos, la clonación de mamíferos, la experimentación con células precursoras. Todas ellas son decisiones en las que los ciudadanos no podemos participar si no entendemos de qué se trata.

Y finalmente, el único argumento que parece importarle a los gobiernos: una sociedad con una cultura científica es una sociedad en la que se puede desarrollar la investigación. Que puede producir nuevo conocimiento científico. Y el conocimiento científico funciona. Puede aplicarse para fabricar tecnología; para resolver problemas ambientales, de salud, industriales o incluso humanos. La tecnología produce poder y dinero. Los países que tienen ciencia son prósperos y poderosos. Nosotros, que seguimos dejando a la ciencia –y al resto de la cultura– para tiempos mejores, “para cuando haya dinero”, estamos ignorando la única herramienta segura que puede, a largo plazo, sacarnos de nuestros problemas.

martes, 11 de noviembre de 2003

La verdadera Matrix

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 11 de noviembre de 2003

Como tantos en todo el mundo, el pasado fin de semana acudí esperanzado a ver la tercera parte (y supuestamente final) del filme The Matrix. Y como tantos, supongo, salí vagamente decepcionado.

Pero descuide: no le arruinaré la experiencia contándole la película. Sólo comentaré que si la segunda parte, Matrix reloaded, había “cambiado las reglas” establecidas en la primera y estupenda película, en esta tercera, Matrix revolutions, abundan los cabos sueltos y los elementos sacados de la manga (deus ex machina, los llamaban los griegos, ¡y en Revolutions incluso hay un “personaje” que así se llama!).

Permítame, eso sí, explicar la razón de mi decepción. Se resume en lo siguiente: a pesar de ser una estupenda cinta de acción, con algunas de las escenas más sorprendentes que me ha tocado ver (aunque lo mismo sucedió cuando vi la primera), creo que Revolutions ya no puede ser considerada una cinta de ciencia ficción. A diferencia de lo que sucedía en la original, donde se nos introducía a un mundo que, a pesar de tener elementos fantásticos, era plausible, tomando en cuenta el conocimiento científico actual, la ensalada que se comenzó a introducir en Reloaded y que se consagra en Revolutions incluye más que nada fantasía desbordada, al estilo de La guerra de las galaxias. Y eso, discúlpeme, no es ciencia ficción.

El elemento verdaderamente sorprendente de la Matrix original era precisamente el fantástico mundo virtual en el que, como descubría con sorpresa el espectador a media película, vivían los protagonistas. Es cierto, la explicación introducida por los hermanos Wachowski, creadores de la trilogía, para justificar la existencia de la matrix mucho dejaba que desear: como fuente para obtener energía, el cuerpo humano es una de las menos eficientes, y después de todo, ¿por qué no simplemente dejarlos soñar, en vez de fabricarles ese complejo mundo virtual? (En una simple plática de café mi amigo Sergio de Régules (también columnista de Milenio) y yo inventamos una mejor justificación: las máquinas podrían necesitar tener a los humanos dormidos y conectados a la matrix porque requerían sus cerebros como hardware donde correr sus programas: los cerebros humanos usados como computadoras vivientes. En fin...)

Como toda buena ciencia ficción, la primera película de la trilogía se basaba en algo que tiene que ver con la realidad. Y quizá más de lo que pensamos.

El biólogo Richard Dawkins, autor del famoso libro El gen egoísta y uno de los mejores divulgadores científicos contemporáneos, describe en su excelente obra Destejiendo el arcoiris (Tusquets, 2000) cómo nuestro cerebro –y el de muchos otros animales– son máquinas que a lo largo de la evolución desarrollaron la capacidad de construir representaciones mentales del mundo real. En un primer nivel, estas representaciones son simplemente las percepciones de nuestros sentidos. Después de todo, no vemos directamente un cuadro, sino sólo los fotones que se reflejaron en él y que llegan a nuestros ojos... la representación del cuadro que llega luego a nuestra conciencia es construida por nuestro cerebro. Y lo mismo sucede con todos los demás sentidos.

Pero en niveles más elaborados, nuestra mente contiene también modelos que no sólo representa con gran precisión el aspecto de los objetos que están ahí fuera. También “simulan” con gran precisión su comportamiento, de manera análoga a como lo hacen, por ejemplo, los ingenieros o los astrónomos con los modelos virtuales de un puente o una galaxia que construyen en sus computadoras. “Nuestra cabeza contiene un programa potente y ultrarrealista de simulación”, señala Dawkins. Es por ello que podemos, por ejemplo, imaginar que giramos un objeto en nuestra mente para ver su lado oculto, o que logramos, en otro nivel, “adivinar” las emociones que está experimentando un ser humano, gracias a que construye un “modelo” de la otra persona que le permite predecirla y entenderla. Hay enfermedades que impiden, por ejemplo, reconocer un objeto si se lo mira desde otro ángulo, o que impiden entender qué están sintiendo los demás; ésta última carencia es la base del autismo, que forma una barrera de incomunicación alrededor del enfermo.

Escribe Dawkins: “El lector y yo, nosotros, somos humanos, somos mamíferos, somos animales, habitamos en un mundo virtual, construido a partir de elementos que son, a niveles sucesivamente más altos, útiles para representar el mundo real. Desde luego, nos sentimos como si estuviéramos firmemente instalados en el mundo real... que es exactamente como debe ser si nuestro programa de realidad virtual limitada debe servir para algo. Sirve para mucho, porque es muy bueno, y sólo nos damos cuenta de él en las raras ocasiones en las que algo no funciona bien. Cuando ocurre tal cosa experimentamos una ilusión o una alucinación.”

O una enfermedad, como sucede con los asombrosos casos clínicos reales que presenta el neurólogo y literato Oliver Sacks en otro excelente y revelador libro, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Océano, 1998).

Somos nuestro cerebro, o al menos somos el producto de su funcionamiento y no podemos existir separados de él. Lo asombroso, quizá, es darse cuenta de que el sorprendente argumento de la película (la primera) es en realidad sólo una extrapolación de esta realidad virtual en la que vivimos todos los días.

martes, 4 de noviembre de 2003

La esperanza de Supermán

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 4 de noviembre de 2003

Se ha dicho que, si el siglo XX fue el de la genética, el XXI será el siglo de las neurociencias. Las técnicas que nos permiten estudiar cada vez con más detalle el cerebro –considerado por algunos como la estructura más compleja de todo el universo– y su función están logrando cosas que ni los escritores de ciencia ficción hubieran imaginado hace 30 años.

El electroencefalograma, inventado en 1929, que detecta y grafica las corrientes eléctricas generadas por este órgano, fue uno de los primeros pasos. Pero hoy contamos con herramientas mucho más potentes. El premio Nobel de física otorgado este año por el desarrollo de la tecnología de obtención de imágenes por resonancia magnética –ya comentado aquí– es el ejemplo más sonado, pero hay otras técnicas como la tomografía computarizada, que también nos permiten observar en tiempo real y en vivo qué áreas del cerebro se activan durante determinadas actividades.

Un campo interesantísimo en el que se están logrando avances espectaculares es el estudio de la mente misma. Pero hoy hablemos de otra área que promete grandes sorpresas: la coordinación entre el cerebro y el cuerpo, con sus obvias implicaciones médicas.

El pasado 13 de octubre se publicó en la revista científica PLoS Biology un artículo de investigación en el que Miguel A. Nicolelis y sus colaboradores, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, EUA, reportan haber logrado que unos macacos controlaran un brazo mecánico solamente con sus pensamientos.

El tema es importante por la gran cantidad de gente parcial o totalmente paralizada (parapléjicos o cuadrapléjicos) que se beneficiaría con la posibilidad de recobrar el movimiento de sus miembros. Christopher Reeve, el famoso actor que encarnara a Supermán en las películas de los ochenta, y que quedó paralizado desde el cuello al caer de un caballo, es uno de los personajes que más han luchado para impulsar investigaciones que permitan ayudar a quienes se hallan en su situación. Muchas de estas investigaciones se han enfocado a tratar de reparar las fibras nerviosas dañadas para así “reconectar” al cerebro con el cuerpo. Pero esto ha resultado más complicado de lo que se esperaba, y por eso se han comenzado a explorar otras vías.

Una de ellas son las llamadas “interfaces cerebro-máquina”, que conectan al cerebro con una computadora para que a su vez ésta procese los impulsos cerebrales y los use para controlar un aparato robótico. Si se logra esto, se podrían desarrollar “neuroprótesis” que permitieran a los enfermos controlar todo tipo de dispositivos como brazos y piernas mecánicos, sillas de ruedas e incluso aparatos domésticos y computadoras.

Quizá recuerde usted haber leído en este espacio el desarrollo de un casquete que permitía a personas paralizadas controlar en forma sencilla una silla de ruedas. Pero el desarrollo del Nicolelis va mucho más allá. Él y su grupo implantaron unos pequeños electrodos en varias zonas del cerebro que se sabe que se utilizan para controlar el movimiento de los brazos, de manera que detectaran las pequeñas corrientes eléctricas que se generan cuando las neuronas de esas zonas “disparan”.

La información proporcionada por los electrodos pasó a una computadora en la que era procesada por varios programas para generar una señal capaz de controlar un brazo mecánico en forma precisa. (La computadora es necesaria porque las simples señales eléctricas del cerebro no pueden controlar directamente el brazo.)

El sistema era muy ingenioso: el macaco con los electrodos utilizaba un control en forma de palanca, similar a los de los videojuegos, para controlar el brazo mecánico, el cual observaba a través de una pantalla de computadora. En una primera etapa, el mono controlaba efectivamente el brazo al mover la palanca, mientras simultáneamente la computadora detectaba y “aprendía” qué señales estaba generando el cerebro del mono.

Posteriormente, la palanca se desactivaba y era la computadora, alimentada por los datos cerebrales, la que controlaba el brazo mecánico para que se aproximara a objetos y los tomara. Los datos cerebrales se usaban para calcular varios parámetros motores (posición de la mano, velocidad, fuerza de agarre) que luego eran transmitidos al brazo. El momento sorprendente era cuando los macacos se daban cuenta de que no necesitaban mover su propio brazo para controlar el brazo mecánico. Dice Nicolelis: “estábamos observando a la mona tarde una noche, cuando de pronto soltó la palanca y comenzó a jugar el juego... se dio cuenta de que no necesitaba mover la palanca. Fue casi como si nos estuviera diciendo ‘créanme, puedo hacerlo’... la mona estaba muy contenta, estaba entusiasmada de poder hacerlo”.

La habilidad de los macacos para manejar “mentalmente” el aparato va mejorando con la práctica, lo cual quiere decir que quizá su cerebro va incorporando en sus propios modelos neurales una representación del brazo mecánico. En otras palabras, quizá la conocida flexibilidad de las conexiones entre las neuronas sea tal que permita que, con el tiempo, los monos –y los humanos paralizados, si se desarrolla una versión del sistema aplicable a ellos– lleguen a percibir el dispositivo mecánico como parte de sus propios cuerpos.

Nicolelis estima que quizá en unos dos años pueda crearse un sistema similar aplicable a humanos. Tal vez no esté tan lejos el día en que Supermán pueda volver a mover un brazo de acero, y si tenemos suerte, quizá también unas piernas.

martes, 28 de octubre de 2003

Genes e identidad sexual: ¿qué caso tiene?

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 28 de octubre de 2003

La semana pasada apareció una curiosa noticia: que la identidad sexual está determinada por los genes. Eric Vilain y colaboradores, de la Universidad de California en Los Ángeles, examinaron qué genes que se activan en cerebros de ratas macho y hembra antes de los 10 días a partir de la concepción, y hallaron diferencias importantes en 51 de ellos.

Como las hormonas sexuales comienzan a producirse hasta después de los 10 días de desarrollo, el hallazgo implica que habrá que reconsiderar la idea “clásica”, aceptada hasta ahora, de que sólo las hormonas causan las diferencias entre los cerebros de ratas macho y hembra (y por extensión los de hombres y mujeres). Vilain y sus coautores prevén “un cambio de paradigma de la teoría clásica de la diferenciación cerebral dependiente de hormonas a una que incluya efectos genéticos directos”.

La mayoría de los medios reprodujeron simplemente el boletín de la agencia Reuters, que afirmaba: “La identidad sexual está “alambrada” (hard-wired) por la genética, revela estudio”. Es decir, si comparamos al cerebro con una computadora, la identidad sexual no sólo estaría determinada por el software, los programas (en este caso, la mente), sino también por el hardware.

Prácticamente todos los diarios, incluyendo los mexicanos, tradujeron esto a “La identidad sexual está determinada por genes”, lo cual suena como si no interviniera ningún otro factor en el asunto. Una de las frases más reproducidas del boletín de Reuters (que además afirma erróneamente que se hallaron 54 genes, no 51) es que el descubrimiento “descarta el concepto de que la homosexualidad y la transexualidad ocurren por elección”.

Y es aquí donde la cosa se pone peliaguda, en dos dimensiones, ambas igualmente importantes humana y socialmente.

El primer aspecto tiene que ver con el llamado “determinismo genético”: la idea de que todo lo que somos los seres humanos (y demás organismos) está determinado exclusivamente por los genes. Aunque ningún científico lo afirmaría explícitamente, una y otra vez surgen interpretaciones que equivalen a esto. Se trata de la tradicional la discusión entre “natura” y “cultura”: sobre si lo determinante en características como la inteligencia, la personalidad o la orientación sexual es la herencia o la educación. Una y otra vez se ven declaraciones de científicos que, queriéndolo o no, parecen suponer que los genes son la última palabra. Desde luego, pretender explicar comportamientos de tal complejidad mediante un solo factor es una sobresimplificación totalmente injustificada.

En el artículo publicado en la revista Molecular Brain Research, Vilain y su equipo no caen en tal error: a diferencia de lo que se publicó en todos lados, afirman que los hallazgos “sugieren que los factores genéticos pueden jugar un papel en influenciar la diferenciación sexual del cerebro” (cursivas mías), lo cual no excluye la influencia del medio, la educación, las experiencias y la cultura. Desgraciadamente, en una entrevista Vilain sí afirmó que, si se acepta la idea de que “es muy posible que la identidad sexual y la atracción física estén alambradas en el cerebro”, entonces “debemos desechar el mito de que la homosexualidad es una elección”.

Entra la segunda polémica: buscar explicaciones para la orientación sexual. Hace décadas que las minorías sexuales buscan argumentos para refutar a quienes ven sus preferencias como algo “pervertido” o “antinatural”. Uno de los argumentos más usados es que no es una elección, sino algo con lo que se nace. La interpretación de Vilain apoya esta tendencia que, no obstante, tiene una gran desventaja: permite que las orientaciones distintas a la heterosexual puedan ser vistas como “enfermedades” o “anormalidades”, que podrían corregirse o prevenirse.

Lo cierto es que ha habido una gran exageración. Hallar genes que participan en la diferenciación sexual de los cerebros de ratas no excluye que haya otros factores, ni justifica el brinco conceptual a humanos, y mucho menos a suponer que esto implica que la orientación sexual sea genética –aunque indudablemente los genes tienen alguna influencia, al menos en ciertos casos.

Elizabeth Birch, directora de Human Rights Campaign, el grupo pro-derechos gay más grande de los Estados Unidos, comenta sabiamente: “al final, la cuestión de natura versus cultura no debería importar... las leyes deberían proteger a todo mundo por igual”. ¿Cuál es entonces la utilidad de buscar las bases genéticas de la diferenciación sexual del cerebro?

Vilain explica que el descubrimiento podría ayudar a determinar con mayor precisión el sexo de bebés que nacen con genitales ambiguos. La situación no es rara: ocurre en uno por ciento de los nacimientos. En estos casos, la decisión usual es operar para asignar al bebé a uno u otro sexo, muchas veces con resultados catastróficos. Sin embargo, Hay activistas que opinan que la decisión de adoptar un sexo definido, o permanecer en un estado intersexual, debería dejársele al futuro adulto. No queda claro, entonces, que el descubrimiento de Vilain resuelva (tampoco) este problema.

Por todo eso, yo todavía me pregunto: ¿no será que, detrás de esta insistencia en buscar explicaciones genéticas de la orientación sexual se encuentra, escondido, un resto de la homofobia que nos hace ver a todo lo que sea diferente como algo peligroso?

martes, 21 de octubre de 2003

Versiones

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 21 de octubre de 2003

A mi tía Consuelo, admirando
su curiosidad infantil (y científica)

El miércoles pasado se celebró en El Colegio Nacional la primera parte del simposio “El concepto de realidad, verdad y mitos”, que aborda estos temas en las áreas de ciencia, filosofía, arte e historia.

En las conferencias y mesas redondas que conformaron el simposio, organizado por Pablo Rudomín, neurólogo del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV) del Instituto Politécnico Nacional, se abordaron temas de gran interés, entre los que destacó la distinción entre verdad y mitos. Se trata de un tema que siempre despierta polémica, sobre todo en las áreas científicas y en su relación con las llamadas seudociencias.

¿Qué es un mito? ¿Qué es una seudociencia? Las respuestas pueden ser muy variadas, claro, pero comencemos por ver qué nos dice la Real Academia: “mito: fábula, ficción alegórica; relato o noticia que desfigura lo que realmente es una cosa, y le da apariencia de ser más valiosa o más atractiva”. Seudociencia, en cambio, tomando en cuenta que el prefijo “seudo” significa simplemente “falso”, sería una falsa ciencia: un sistema de pensamiento que, sin serlo, pretende hacerse pasar por científico. (El problema es entonces definir qué es ciencia... y si científicos y filósofos no han podido ponerse de acuerdo, no seré yo quien intente superarlos.)

Hubo quien habló de la astrología como un sistema de mitos que en una etapa de la historia humana tuvo un claro sentido social y de interpretación de la naturaleza, pero que actualmente ha sido ampliamente superado por la ciencia de la astronomía. En casos como éste, no hay mucha duda de que la astrología es hoy una seudociencia.

Paro hay otras áreas en que la distinción no es tan clara (al menos no para quienes no son científicos). Las matemáticas, por ejemplo, son una disciplina que se halla en la frontera de lo real. ¿Son los números y demás entidades que estudian –o crean– los matemáticos parte del mundo real, o existen sólo en nuestras mentes? ¿Las matemáticas se descubren o se inventan?

Incluso en las ciencias llamadas “duras” (yo prefiero llamarlas naturales), la pretensión de objetividad ha sido fuertemente cuestionada por filósofos, sociólogos e historiadores de la ciencia, y con muy buenos argumentos. Si les hacemos, tendríamos que aceptar que la versión de la naturaleza que nos proporcionan las ciencias naturales es sólo eso: una versión posible de lo que realmente sucede ahí, afuera de nuestras cabezas.

Se trata, eso sí, de una versión especialmente confiable. Si no fuera así, las aplicaciones del conocimiento científico no tendrían el éxito que sin duda tienen. Compárense los éxitos del conocimiento científico aplicado como, por ejemplo, los antibióticos, las computadoras o la reciente misión espacial tripulada que lograron los chinos, con los de “ciencias” como la economía o, peor aún, las predicciones de los astrólogos, que no predijeron la caída de las torres gemelas, por ejemplo. (Claro, estoy suponiendo que la predicción es parte fundamental de toda ciencia, cosa discutible.)

Por otra parte, tampoco la representación que tenemos en nuestra mente del mundo real es estrictamente objetiva. Como explicó Rudomín, nuestros modelos mentales contienen, en mayor o menor medida, información que ha sido añadida por nuestro cerebro, y que no proviene del mundo externo. En casos extremos, podemos llegar a tener versiones del mundo que están totalmente desconectadas de lo que sucede afuera. Hablamos entonces de alucinaciones o de plano de psicosis.

Claro que existen versiones más relativistas acerca de la ciencia, que la ven como un sistema de creencias más. Pero incluso si las tomamos en cuenta, podemos al menos asegurar que la ciencia es un sistema especialmente convincente: todo mundo acepta la gran credibilidad del conocimiento científico, y es por eso que tantas seudociencias quieren parecerse a él. Por algo será.

En una reciente mesa redonda en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, titulada “La guerra de las ciencias”, en la que tuve el gusto de participar, se trató precisamente el tema de la profunda separación que existe entre ciencias naturales, por un lado, y ciencias sociales y humanidades, por el otro. Hoy tal división se ha convertido en una verdadera guerra, con los científicos más duros (de mollera) tratando de descalificar a los filósofos (a menudo calificados de “posmodernistas”), y éstos a su vez cuestionando la supuesta “objetividad” de las ciencias naturales.

Quizá si aceptáramos que tanto la ciencia como la historia, la filosofía, la sociología y tantas otras disciplinas simplemente generan versiones de la realidad, con mayor menor rigor o cercanía a lo que existe en el mundo físico, pero no por ello menos válidas, se podría llegar a mejores entendimientos. Incluso las seudociencias tienen cierta utilidad en contextos precisos (como formas de hallar sentido a la vida en situaciones desesperadas o confusas, por ejemplo, área en la que las ciencias naturales tienen poco que ofrecer). Finalmente la ciencia funciona también generando mitos... sólo que luego los compara con la realidad. Podríamos decir que la ciencia es literatura sometida a prueba.

Por cierto, el próximo miércoles 22, de 9 a 14:30, se llevará a cabo la segunda parte del simposio en El Colegio Nacional (Donceles 104, Centro). La entrada es libre.

martes, 14 de octubre de 2003

¿Para qué sirven los Nobel?

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 14 de octubre de 2003

Como sucede cada año, la semana pasada se anunciaron los ganadores de los tres premios Nóbel de ciencias para 2003. Me refiero, por supuesto, a los de física, química y medicina o fisiología. No hay premio Nóbel de biología, aunque normalmente los biólogos logran colarse en el de medicina, ni de matemáticas, debido (dice la leyenda) a que la esposa de Alfred Nobel le puso los cuernos con un matemático. El inventor de la dinamita se vengó negándose a que hubiera premio para quienes trabajan en el abstracto mundo de los números).

Chismes aparte, y dejando de lado la escabrosa cuestión de si la economía es o no una ciencia (yo evado la cuestión afirmando que no es una ciencia natural, que es lo que los científicos y el público en general normalmente entendemos como “ciencias”), la cuestión de los famosos premios siempre sirve de pretexto para reflexionar sobre el valor de la ciencia.

¿Por qué logros se otorgaron los premios este año? El de química, “por descubrimientos concernientes a los canales en las membranas celulares”. El de medicina “por descubrimientos concernientes a la obtención de imágenes por resonancia magnética”. Y el de física “por contribuciones pioneras a la teoría de los superconductores y los superfluidos”.

A primera vista estos temas pueden sonar lejanos a nuestra experiencia diaria. Quizá no tanto el de medicina, pues hoy es ya común oír hablar de los famosos estudios de resonancia magnética que los doctores suelen utilizar cuando quieren estudiar un posible tumor, derrame cerebral u otra alteración del interior del cuerpo sin tener que abrirlo con un bisturí. La tecnología de resonancia magnética, junto con otras similares, ha proporcionado alternativas importantísimas a los centenarios rayos X, que además de ser peligrosos tienen muchas limitaciones. Paul Lauterbur y Peter Mansfield recibirán el premio por haber sido quienes lograron convertir un curioso fenómeno electromagnético (la resonancia magnética) en una técnica que ha revolucionado la medicina.

El premio de física es un poco más abstruso. Lo recibirán Alexei Abrikosov, Vitaly Ginzburg y Anthony Leggett, por haber desarrollado teorías que explican dos extrañísimos fenómenos que suceden a bajas temperaturas: la pérdida de la resistencia eléctrica en un material (superconductividad) y la pérdida de la viscosidad de un líquido (superfluidez).

Abrikosov y Ginzburg lograron explicar la superconductividad utilizando la mecánica cuántica, y sus descubrimientos permitirán desarrollar tecnología en la que se puedan generar grandes campos magnéticos utilizando materiales superconductores. De hecho, esta tecnología ya se utiliza en los aparatos de resonancia magnética (los Nóbeles están relacionados, este año). Por su parte, Legget explicó, usando una teoría similar a la que explica la superconductividad, el fenómeno de la superfluidez, que hace que, por ejemplo, el helio líquido fluya hacia fuera del recipiente que lo contiene a bajas temperaturas. No se prevén aplicaciones directas de este desarrollo, que es más bien teórico.

Pero el que me parece más fascinante es el Nóbel de química, pues permite explicar fenómenos que relacionados con la vida. Peter Agre recibirá la mitad del premio por descubrir los canales que permiten que las moléculas de agua circulen libremente a través de la membrana que separa a las células de su entorno. Roderick MacKinnon ganó la otra mitad por explicar el funcionamiento de los canales que en la membrana controlan la entrada y salida de iones como el sodio y el potasio.

Nuevamente, esto podría sonar abstracto, pero deja de serlo al saber que la existencia de estos canales es indispensable para el funcionamiento de cualquier célula viva de cualquier organismo. Intervienen en procesos tan distintos como la formación de orina en los riñones o de pensamientos en el cerebro.

En efecto: el paso controlado de agua y de iones minerales a través de las membranas celulares es indispensable para el funcionamiento del corazón, los músculos, el sistema nervioso y de todo nuestro cuerpo. Los riñones, por ejemplo, llegan a filtrar hasta 170 litros de orina al día, de los cuales se recupera la mayor parte del agua para que se expulse sólo alrededor de un litro. Y la transmisión de impulsos nerviosos, que hacen posible el movimiento muscular y las facultades del pensamiento –incluyendo los sueños, la creación artística y el enamoramiento– son, a nivel molecular, debidos a la entrada y salida de iones a través de la membrana de las neuronas. Quizá lo más fascinante de los hallazgos de los premiados en química de este año es que nos permiten entender estos fenómenos a nivel de las moléculas y átomos que las forman.

Así que la pregunta que encabeza esta colaboración puede responderse en dos dimensiones. Los premios de este año han servido para entender el funcionamiento del cerebro (química), para construir aparatos que nos permiten estudiarlo (medicina), o para entender por qué la corriente puede circular sin resistencia en ciertos componentes de esos aparatos (física). Pero en un sentido más profundo, los premios sirven, tal como lo quiso en su creador, para fomentar la investigación científica que, además de ayudarnos a entender el mundo, beneficia a la humanidad. Los Nóbeles no son tan glamorosos como los óscares, pero ¿no cree usted que son más útiles a la sociedad?

martes, 7 de octubre de 2003

La ciencia y los diputados

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 7 de octubre de 2003

“Si me gustara la ciencia, me dedicaría a ella, no a la política”, podría decir cualquiera de nuestros diputados federales. Y con razón: ser científico es, sin duda, una profesión de tiempo completo.

Ello no obsta para que uno, que se interesa en estas cosas, sienta un ligero resquemor al enterarse la semana pasada de que, en la repartición de las comisiones de trabajo de la Cámara de Diputados, nadie se peleó por quedarse con la de Ciencia y Tecnología.

La noticia no es sorprendente: de las 42 comisiones, las más peleadas fueron las de Presupuesto y Cuenta Pública, de Vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación, y Puntos Constitucionales, que quedaron en posesión del PRI, y las de Hacienda, Gobernación, Energía, Relaciones Exteriores y Desarrollo Social, entre otras, que le correspondieron al PAN.

Y precisamente “entre otras”, pero no entre las consideradas prioritarias, quedó la Comisión de Ciencia y Tecnología, adjudicada al PRI. (Al menos no quedó en manos del Partido Verde: sería tener al enemigo en casa...)

En este país, ya se sabe, cuando se habla de ciencia –en discursos, en campañas, en planes nacionales– ésta siempre es una prioridad. Pero cuando se trata de actuar, la ciencia siempre queda en uno de los últimos lugares.

No lancemos el discurso sobado e inútil –aunque cierto– de que la ciencia es una de las principales fuerzas que determinan el destino de las naciones, y que son precisamente los países que más apoyan la ciencia los que tienen no sólo un mayor desarrollo científico y tecnológico, además de un mayor nivel de vida. Todo ello es ya sabido. Pero, al menos para los políticos mexicanos, parece que el que esto sea sabido no significa que haya sido entendido.

¿Qué se podría hacer al respecto? Ya vimos que no es razonable pedirles a los diputados –que son profesionales de tiempo completo, preparados a fondo para dedicarse precisamente a la política (o al menos eso quiere uno suponer)– que se conviertan en expertos en ciencia o tecnología. Aunque ha llegado a haber diputados que sí lo son: el ingeniero José de la Herrán, quien recientemente recibiera el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica, y notable impulsor y difusor de estos temas en México, fue uno de ellos.

Lo que sí podría hacerse es concientizarlos de la importancia de la política científica y el desarrollo de un verdadero sistema de investigación y desarrollo científico-tecnológico. Algo que se ha hecho en otros países es elaborar y llevar a la práctica campañas de divulgación (o “alfabetización”) científica y tecnológica enfocadas precisamente a los políticos. Como son ellos quienes toman muchas de las decisiones importantes que fijan el curso de la ciencia y la tecnología en el país, convendría al menos que supieran la importancia de estos temas y tuvieran la posibilidad de comprender la situación de la ciencia nacional.

Si se lograra esto, sería más fácil que los legisladores buscaran la asesoría de expertos que pudieran ayudarles a tomar decisiones acertadas que permitieran fomentar el desarrollo de la ciencia en el país. Por cierto, estos expertos no necesariamente tendrían que ser exclusivamente investigadores científicos: hay también sociólogos, filósofos, historiadores y otros especialistas que a veces entienden mejor que algunos científicos lo que está pasando y lo que se puede hacer para mejorar la situación.

Otra propuesta, complementaria a la primera, es promover en la población general una mayor cultura científica, entendida no sólo como un mayor conocimiento de conceptos científicos, sino de una comprensión de la forma en que trabaja la ciencia y la importancia que tiene para mejorar el nivel de vida de la población. El día que los ciudadanos –no sólo los científicos– se organizaran para protestar por un recorte en el gasto en ciencia de la misma forma en que lo hacen contra, digamos, uno en educación o en salud, sabríamos que hay ya una apreciación pública de la ciencia. Una manera de lograr esto es, por ejemplo, apoyar el periodismo especializado en ciencia, que es una manera de poner al ciudadano común en contacto con esta importante actividad.

Y precisamente la semana pasada la Academia Mexicana de Ciencias organizó un fructífero foro dedicado a discutir la situación y problemas del periodismo científico. A él asistimos varios de quienes nos dedicamos a esta actividad en México –una comunidad preocupantemente escasa, a decir verdad– así como varios especialistas extranjeros. Uno de ellos, el doctor Manuel Calvo Hernando, decano de los periodistas científicos españoles, hizo una sugerencia muy interesante: desarrollar un Plan Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Tecnología. En su opinión, esto debería realizarse en todos los países de Iberoamérica, pues es una manera de darle carácter de prioridad nacional a esta actividad, tan vital para lograr el apoyo al desarrollo de la ciencia y la tecnología.

Puede sonar utópico, pero las utopías son necesarias para marcar rumbos. Sería excelente contar con diputados elegidos por su amplio conocimiento y compromiso con el desarrollo de estas áreas, y que una vez en sus curules, se aplicaran a lograrlo. Total, soñar no cuesta nada.

martes, 30 de septiembre de 2003

Los prejuicios del Prozac presidencial

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 30 de septiembre de 2003

La semana pasada, un periodista tuvo la osadía de preguntarle al presidente Vicente Fox, durante una entrevista, si tomaba Prozac. Fox lo negó en forma cortante. Como resultado, afirma el periodista, la duración de su entrevista se vio notoriamente reducida.

¿Por qué tendría que resultar ofensivo preguntarle al presidente si toma Prozac? Creo que la respuesta tiene que ver con prejuicios similares a los que se tienen respecto a las drogas.

Tanto el Prozac como las drogas son sustancias químicas que afectan el comportamiento humano. De hecho, el diccionario de la Real Academia define droga como una “sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno”. Visto así, el Prozac podría considerarse también una droga.

Hay, sin embargo, drogas y drogas. No son lo mismo la mariguana, cocaína o heroína que se mete “un despreciable drogadicto” (dirían las buenas conciencias), drogas debidamente prohibidas y penadas por la ley, que el respetable fármaco, recetado por un respetable médico, que nos vende (muchas veces a precio de oro) una respetable compañía transnacional, y que le sirve a un no menos respetable paciente para conservar o recuperar su salud. Aunque en inglés se les llame drugs a los medicamentos, en español el vocablo se reserva generalmente para las sustancias prohibidas.

¿Por qué, a diferencia de los fármacos, se considera malas a las drogas?

Siendo prácticos, quizá porque alteran el comportamiento en forma dañina para el usuario o para quienes lo rodean (argumentos comúnmente utilizados en contra de mariguana, cocaína, heroína, éxtasis y demás peligrosas golosinas). Sin embargo, lo mismo podría decirse del alcohol, droga perfectamente legal, que causa muchas más muertes que cualquier enfermedad de las consideradas graves. O del tabaco, consumido por su contenido de nicotina, y que es la principal causa de uno de los cánceres más frecuentes en el mundo, el pulmonar. (La cafeína, por el momento, no parece causar daños más graves que ocasionar que algunas personas nos pongamos insoportables y hagamos tonterías. Es sin embargo, tan droga como la cocaína: altera nuestro funcionamiento y hay adictos que no pueden funcionar sin ella.)

Desde un punto de vista más bien moral, quizá lo malo de las drogas es que “alteran” nuestra mente (es decir, que interfieren con su funcionamiento normal), haciéndonos percibir, pensar o sentir en forma distinta a como lo haríamos en su ausencia. Pero lo mismo precisamente se puede decir de fármacos como el propio Prozac (o de tantos antidepresivos, ansiolíticos, narcóticos y demás menjurjes autorizados por receta).

¿Por qué el Prozac es útil y respetado, y la cocaína es odiada e ilegal? Las razones, como hemos visto, son confusas (el argumento de la adicción es importante, pero muchos fármacos presentan también, en alguna medida, ese problema). La verdadera respuesta, creo, tiene más que ver con prejuicios fundados en convenciones sociales que en argumentos sólidos, y son más propios para ser analizados por un sociólogo.

Paradójicamente, en el caso del presidente Fox (para volver a nuestro tema inicial) pareciera que es vergonzoso tomar un fármaco perfectamente legal y útil. La implicación es que, si el presidente toma Prozac, esto significaría que padece de la condición por la que normalmente se receta este fármaco: depresión. ¿Qué tendría esto de malo? Mucho, si uno parte de la idea de que el presidente de la república debería ser una persona mentalmente sana y capaz de afrontar los problemas del cargo sin sentirse agobiado.

Desgraciadamente, esta visión presupone que lo normal es que un presidente no se deprima nunca, y, por si fuera poco, que tomar un medicamento para combatir esa condición es también malo. (¡A algunas personas no se les puede dar gusto!, diría mi abuelita.)

La cosa cambia si uno considera la depresión como una consecuencia lógica de los empleos que generan gran estrés, y al uso del medicamento como una forma de resolver dicho problema. ¿Sería malo que el presidente aceptara ser, digamos miope (en el sentido óptico del término; no estoy siendo irónico) y por ello usara lentes? No, porque no hay un prejuicio contra la miopía. Los desajustes psicológicos, en cambio, son rechazados por la sociedad, aun cuando todos nosotros presentemos alguno, al menos de vez en cuando.

Pero mi punto no es defender a Fox ni al Prozac. Es destacar que, debajo de toda este tipo de incidentes (en los que por cierto no está ausente la mala fe; ¿por qué no se le pregunta lo mismo al presidente Bush, por ejemplo?) se hallan prejuicios como el de que enfermarse es vergonzoso o que la mente es una especie de templo intocable (o un alma inmaterial) al que no debemos mancillar con ninguna despreciable sustancia química (pero al que se vale meterle drogas siempre que queramos pasárnosla bien).

Y las cosas no son tan simples. La mente es resultado del funcionamiento de un cerebro que está formado en su totalidad por sustancias químicas, y por ello es muy natural que sea influida por ellas. Utilizar esto para mejorar nuestro desempeño cuando sea necesario no debería ser vergonzoso, aunque sí debería hacerse bajo estricta supervisión profesional. Lo demás es quimiofobia.

miércoles, 24 de septiembre de 2003

Medicina científica

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 24 de septiembre de 2003

Afuera de una de las tiendas naturistas del gurú Chaya Michán está escrito lo que supongo es su lema: “Curar sin dañar”. La frase llamó mi atención por su mensaje oculto.

En efecto: si la medicina naturista cura sin dañar, podría pensarse, por implicación, que la otra medicina, la de los doctores de bata blanca y estetoscopio, sí causa daño.

El juramento hipocrático incluye como primera obligación del médico evitar el daño a sus pacientes (primum, non nocere). Aun así, hay quien piensa que la medicina “no naturista” no sólo no cura, sino que es nociva.

Creo que la realidad es muy distinta: a pesar del innegable valor que tienen las llamadas “medicinas alternativas” (al menos algunas), la eficacia de la medicina “normal” es generalmente muy superior. Las razones son simples: se basa en el método científico, que a su vez es un refinamiento del pensamiento racional que busca explicaciones comprobables a los fenómenos. Para buscar causas y soluciones de un problema de salud, los médicos realizan observaciones y experimentos controlados para decidir cuáles de las hipótesis plausibles es la más acertada. De ahí su éxito en un alto porcentaje de los casos.

Desde luego, esto no quiere decir que la medicina científica (su nombre más adecuado; adjetivos como “alópata” son usados sólo por los homeópatas) sea infalible: hay casos de error, y enfermedades ante las que poco puede hacer aún el médico mejor entrenado. Y hay también casos en que las medicinas alternativas han cosechado grandes éxitos, que normalmente han sido luego incorporados dentro del acervo de la medicina científica, con la ventaja de que además reciben una explicación dentro del paradigma biomédico en que se basa ésta.

Un buen ejemplo de la efectividad del enfoque biomédico lo encontré en las cifras del informe sobre el cáncer para 2003 de la Organización Mundial de la Salud (Reforma, 3 de mayo), que incluye datos del año 2000. Reportaba a nivel mundial las tasas de incidencia (personas que enferman) y mortalidad (muertes) por distintos tipos de cáncer, divididos en hombres y mujeres.

Para el cáncer de pulmón (por mucho el más común, excepto por el cáncer de mama), la incidencia en hombres era de 901 mil casos, y la mortalidad de 810 mil (es decir, un 90% de los hombres que enferman de cáncer de pulmón, mueren). Para las mujeres, la incidencia era de 337 mil y la mortalidad de 292 mil (87% de mortalidad).

El diagnóstico para el cáncer de pulmón, por tanto, es desalentador (por eso, queridos lectores fumadores, vale la pena dejar el hábito). Pero veamos el caso del cáncer de mama (para mujeres, obviamente). Aquí la incidencia es de un aterrador millón 500 mil casos, pero la mortalidad es de 372 mil: sólo el 25% de las mujeres que enferman muere. Una enferma tiene 3 oportunidades en 4 de curarse. Un dato bastante esperanzador, a mi parecer, sobre todo si lo comparamos con la única oportunidad entre 10 que tiene un varón con cáncer de pulmón.

Existen otros casos igual de interesantes. Entre los de mayor incidencia, el cáncer colorrectal tiene una mortalidad de 51% en varones y 53% en damas; el de estómago, de 73% en hombres y 76% en mujeres. La mortalidad del cáncer de próstata es de sólo 38%. La del de cuello uterino, de 50%. El cáncer de hígado es el caso más desolador: su porcentaje de mortalidad es de 96% para hombres y 99% para mujeres. La ciencia médica no puede hacer casi nada frente al cáncer hepático.

El 38% de los varones que padecen cáncer de vejiga muere, así como el 43% de las mujeres. Finalmente, el cáncer de riñón –uno de los últimos en la lista, pues “sólo” afectó a 118 mil varones y 70 mil mujeres en el 2000– tiene una mortalidad de, respectivamente, 47 y 49 por ciento.

A pesar de lo triste de estas cifras –muerte y enfermedad son los dos acontecimientos que más violentamente nos enfrentan con nuestra fragilidad como seres humanos–, yo creo ver en ellas cierto margen para el optimismo. Aunque si uno enferma de cáncer de hígado o pulmón el pronóstico es bastante fúnebre, la moderna medicina científica puede ofrecer posibilidades de al menos 1 en 2 de salvarse para la mayoría de los otros.

Y hay que notar que la mortalidad de los frecuentísimos cánceres de próstata y mama se ha logrado reducir a 38% y 25%. Sin duda, esto es resultado de la investigación científica, que ha llevado a establecer medidas efectivas de diagnóstico (por más que las mujeres se quejen de lo molesto de la mamografía y que Jorge Ibargüengoitia haya escrito uno de sus cuentos más divertidos para desacreditar el examen prostático), así como terapias efectivas para atacar al mal una vez detectado. Difícilmente se encontrará tal eficacia (ni datos tan precisos) en las medicinas alternativas, sobre todo frente a enfermedades tan graves.

Más allá de prejuicios, los datos muestran que la medicina científica es indudablemente nuestra mejor aliada en la lucha por la salud. Lo cual no quiere decir no podamos aprender de las “otras” medicinas, pero siempre utilizando el pensamiento racional.

martes, 16 de septiembre de 2003

Diseño inteligente

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 16 de septiembre de 2003

Quizá alguna vez haya oído usted decir que las grandes obras arquitectónicas de la humanidad, como las pirámides de Egipto (o las de Teotihuacán), no pudieron haber sido construidas por humanos. “Evidentemente” requirieron de una tecnología superior: la de los extraterrestres.

Aunque estos mitos parecen inútiles, son muy populares. Al grado de que actualmente ya no sólo las hazañas del pasado remoto, sino incluso las del reciente (como la llegada del hombre a la luna) se atribuyen a la tecnología extraterrestre. En el caso de la astronáutica, a la obtenida del supuesto ovni que el gobierno estadounidense tiene oculto en la base aérea de Roswell, Nuevo México.

No suelo ser paranoico ni creo en teorías de conspiración, pero me da la impresión de que esta insistencia en no creer que los humanos hayamos sido capaces de lograr las hazañas tecnológicas mencionadas tiene el único fin de bajar nuestra autoestima como especie (¿no será un plan de los extraterrestres?). Curiosamente, se parece mucho a lo que sucede con quienes se esfuerzan por encontrar explicaciones, a cual más complicadas, para un maravilloso fenómeno que tiene ya una explicación totalmente satisfactoria y mucho más plausible: la evolución de los seres vivos.

La explicación estándar, aceptada por la generalidad de los científicos, la dio Charles Darwin en su libro Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural. Afirma que el ambiente, a partir de las ligeras diferencias que existen entre los miembros de una especie, “selecciona” a quienes están mejor adaptados (gracias a que los mejor adaptados sobreviven más y dejan más descendencia, que heredará sus características ventajosas). Esto produce una cadena interminable de mayor adaptación al ambiente que da origen a estructuras tan sorprendentes como el ojo humano o el vuelo de las aves, por mencionar dos ejemplos trillados.

Las adaptaciones de los seres vivos, producidos por este proceso azaroso, son tan asombrosas que casi parecen haber sido diseñadas expresamente. A finales del siglo XIX y principios del XX, los opositores del darwinismo solían proponer “teorías” simples como la de que en realidad fue un ser divino quien simplemente creó a todos los seres vivos, junto con sus maravillosas adaptaciones. Aunque esta explicación es aparentemente más sencilla que la darwiniana, requiere de un elemento mucho más difícil de comprobar: la existencia de un ser todopoderoso y eterno. Darwin explica la evolución con elementos mucho más mundanos y creíbles.

Las ideas de este tipo, conocidas como “creacionismo”, siguen teniendo seguidores, e incluso de vez en cuando logran victorias pasajeras como, por ejemplo, que en algún sitio de los Estados Unidos se obligue a enseñar la creación divina junto con el darwinismo. Pero en general su credibilidad está a la baja.

Una de las razones es que, bien analizadas, las adaptaciones biológicas muestran huellas de haber sido diseñadas no por una inteligencia superior, sino por un proceso ciego. El ojo humano, por ejemplo, tiene los nervios por la parte delantera de la retina, lo que la hace propensa a desprendimientos y estorba la visión (el ojo del pulpo es un mejor diseño a este respecto). Y nuestra garganta no nos permite tragar agua y respirar al mismo tiempo, como sí pueden hacerlo los caballos. (Por esto el “casi” de más arriba.)

Sin embargo, no faltan quienes insisten en defender la necesidad de un “ingeniero”. La versión más moderna es la llamada “teoría del diseño inteligente”, que afirma que en las células existen estructuras de nivel molecular que sólo pudieron ser diseñadas por alguien, no ser producto de una evolución azarosa.

Entre los ejemplos más socorridos de este tipo de estructuras está el flagelo de las bacterias, una especie de látigo giratorio que les sirve a estos microorganismos como motor para nadar.

En la base del flagelo bacteriano se encuentra uno de los dos únicos ejemplos de rueda giratoria libre en la naturaleza (el otro es una estructura microscópica involucrada en la generación de energía en las células). La complejidad de este micromotor es tal que el bioquímico Michael Behe, promotor del “diseño inteligente”, postula que se trata de una “complejidad irreducible”. En otras palabras, que si se altera cualquier componente del flagelo, éste dejaría de funcionar. Behe argumenta, en su libro La caja negra de Darwin, que debido a esto el flagelo no pudo haber evolucionado: tuvo que haber sido diseñado.

Desde luego, los biólogos evolucionistas no están de acuerdo. Existen amplias pruebas de la evolución del flagelo (que, como toda evolución biológica, fue un proceso paulatino). Pero argumentos como el de Behe suenan muy bien para quienes se sienten inquietos por la visión darwinista.

Quizá para algunos resulta más sencillo pensar que hay un responsable del mundo, alguien que nos diseñó y nos dio un propósito. La alternativa que nos ofrece la ciencia tiene la desventaja de obligarnos a tomar en nuestras manos la responsabilidad de nuestra existencia. Desgraciadamente, parece que es la alternativa más plausible.

Para los científicos e ingenieros es mucho más maravilloso entender cómo el ingenio humano o la ciega selección natural pudieron alcanzar sus logros que conformarse con pensar que todo es simplemente producto de la inteligencia de “seres superiores”.

martes, 9 de septiembre de 2003

Una idea brillante

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 9 de septiembre de 2003

Como muchos científicos, yo soy ateo. O quizás no ateo, sino sólo agnóstico (no me consta que dios no exista; es sólo que no creo en su existencia).

No es que se necesite ser ateo o agnóstico para ser científico. Muchos son profundamente religiosos, e incluso hay algunos que son sacerdotes, sin que esto estorbe su labor en la ciencia. Después de todo, dice el sentido común, religión y ciencia son esferas con campos de acción bien delimitados, por lo que no tendrían por qué oponerse: al césar lo que es del césar y a dios lo que es de dios.

Pero de vez en cuando surgen polémicas en las que los valores religiosos y los basados en la ciencia se enfrentan. Recientemente en las noticias reapareció justo un caso de este tipo: el de la desafortunada Paulina Ramírez Jacinto, la chica bajacaliforniana que, hace cuatro años, fue violada a los 13 años y cuyo caso saltó a los titulares porque funcionarios del gobierno de Baja California le negaron el derecho legal que tenía a abortar y la obligaron a seguir adelante con su embarazo. Llegaron incluso a llevarla con un sacerdote para que la convenciera de no abortar y, en palabras de Mariana Winocur, del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), permitieron que miembros del grupo Pro Vida, haciéndose pasar por funcionarios del DIF, “la obligaran a ver El grito silencioso, un video burdo y falaz contra la práctica del aborto”.

Hoy Paulina ha cumplido 18 años, y tiene un saludable hijo, Isaac. Ha reaparecido en primera plana porque las promesas del gobierno, ante la injusticia que sufrió, no se han cumplido. Los funcionarios que le negaron el aborto no han sido castigados; los ofrecimientos del gobierno para apoyar a la joven madre y su hijo no se han cumplido a cabalidad. “Ahora que soy mayor de edad voy a seguir luchando por mis derechos”, dijo Paulina, citada en un boletín del GIRE. Su intención es que a otras mujeres no les pase lo que le pasó a ella.

El debate sobre el aborto siempre es polémico. En otros países los antiabortistas llegan a incendiar clínicas y agredir al personal. En México no hemos llegado a eso, pero la opinión de estos grupos ya se ha expresado en los medios (una columnista católica en el diario Reforma, por ejemplo, publicó recientemente un texto titulado “Paulina, ¿cuánto te pagan?”).

La posición católica sobre el aborto se basa en la creencia de que todo embrión, desde el momento mismo de la concepción, es ya un ser humano, pues posee un alma inmortal. La posición científica no cree en el alma, y postula que entre la concepción y el momento en que un embrión puede considerarse humano hay una etapa (digamos, hasta antes de que se desarrolle el sistema nervioso, base de la conciencia) en que es factible recurrir al aborto en caso necesario sin que se considere un asesinato.

La cuestión se podría discutir y llegar a acuerdos viables si no fuera porque los católicos se niegan a considerar siquiera el tema: su visión es dogmática y como tal no admite negociación.

Éste es sólo un ejemplo de la excesiva influencia que el pensamiento religioso (y otros tipos de creencias en lo sobrenatural) está teniendo en la vida pública. Con el fin, entre otras cosas, de combatir esta influencia, recientemente surgió en los Estados Unidos un movimiento para reivindicar la posición de quienes no creen en fenómenos que salen de la esfera de lo natural (es decir, que excluye lo sobrenatural, incluyendo brujas, duendes, ángeles y divinidades). La idea es agrupar a quienes piensan así alrededor de una identidad para luchar por su derecho a hablar en voz alta y ser escuchados por políticos y medios de comunicación. Hoy un político no puede ser elegido si no cuenta con la simpatía de grupos importantes como los católicos, los indígenas o los industriales (hasta minorías tan discriminadas como los gays son ya tomados en cuenta por políticos como una fuerza electoral importante).

Para ello se ha propuesto dotar a los no creyentes de un nombre sencillo y atractivo. Se eligió la palabra bright (brillante, inteligente), utilizada no como adjetivo, sino como sustantivo. “Un bright es una persona cuya cosmovisión es naturalista: libre de elementos sobrenaturales o místicos. Los brights basan su ética y acciones en una cosmovisión naturalista”, define Paul Geisert, uno de los fundadores del movimiento bright.

Suena extraño, lo reconozco. Pero igual sonaba, por ejemplo, la palabra gay, que hoy se ha convertido en símbolo de una identidad y una lucha que se reconoce como válida y positiva. Personalidades del mundo de la ciencia como el biólogo Richard Dawkins y el filósofo Daniel Dennett se han convertido en activistas del movimiento bright.

Ante casos como el de Paulina y debates como el derecho al aborto (en los caso que así lo justifique el bienestar de la madre), la idea de ser parte del movimiento bright y luchar por el derecho a una visión naturalista del mundo me parece muy atractiva. Me declaro, pues, bright, y lo invito a usted, si desea unirse al movimiento, a visitar la página http://www.the-brights.net, a que por lo pronto existe sólo en inglés.