domingo, 18 de diciembre de 2016

Filosofando

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de diciembre de 2016

La época navideña y la cercanía del fin de año hacen que uno se ponga filosófico. Y si se es científico, eso significa pensar en filosofía de la ciencia.

Las discusiones en filosofía de la ciencia suelen ser muy apasionadas. Recientemente tomé parte en una en Facebook, y como suele ocurrir cuando hay suerte, se puso muy buena: los que participamos acabamos todos aprendiendo algo. (Cuando no son buenas, las discusiones en Facebook suelen ser de lo más desgastante, con la gente sólo agrediendo y descalificando para terminar pensando exactamente lo mismo que antes.)

¿Qué problemas aborda la filosofía de la ciencia? En general, aunque no exclusivamente, los que tienen que ver con cómo funciona la ciencia, por qué confiamos en ella y qué límites y problemas enfrenta.

Entre los problemas clásicos están los que tienen que ver con la naturaleza de la realidad (¿existe el mundo, o es un sueño, una alucinación, una realidad virtual?, ¿cómo podemos saberlo?, ¿cómo podríamos probarlo?) y la manera en que podemos adquirir conocimiento certero sobre ella (¿basta con reflexionar de manera sensata y convincente sobre el mundo, como hacían los antiguos griegos?, ¿basta con, además de ello, confrontar nuestras hipótesis con los datos que obtenemos al observar la naturaleza por medio de nuestros sentidos o de los instrumentos científicos con que los extendemos?. Uno de los primeros problemas que uno estudia en filosofía de la ciencia es el hecho de que nuestros sentidos nos pueden engañar: no reflejan directamente el mundo, sino que siempre, inevitablemente, lo interpretan).

A numerosos científicos y apasionados de la ciencia les parece que muchas de estas preguntas, que tienen que ver con las áreas de la filosofía denominadas ontología (el estudio de lo que existe) y epistemología (el estudio de lo que podemos conocer sobre lo que existe) son una pérdida de tiempo. Que una roca existe se comprueba golpeándonos con ella. Pero la verdad es que hay muchas cosas en ciencia –electrones, cuarks, genes, instintos, especies, enlaces químicos– que existen más como abstracciones y generalizaciones artificiales que usamos para darle sentido al mundo que como objetos concretos que se pueden tomar en las manos. Y eso sin meternos en honduras cuánticas donde el estado de un objeto depende de que haya alguien observándolo.

Por otro lado, es cierto que existen muchos estafadores que venden las más absurdas charlatanerías como “ciencia” (ahí está como ejemplo la campaña del remedio homeopático “oscillococcinum”, absolutamente inútil, como todos los seudomedicamentos homeopáticos, pero que suena en todas las estaciones de radio). Y hay también muchos chiflados que presentan como “ciencia” ideas tan peligrosas –y tan comprobadamente falsas– como que no existe el calentamiento global, que el sida no es contagioso, que las vacunas causan autismo o incluso que el cigarro no causa cáncer. Ante gente así, es natural que los defensores del pensamiento científico recurramos al pragmatismo: la ciencia funciona: lo probamos al aplicarla.

Pero, más allá del combate a seudociencias y charlatanerías, es una lástima que tantos entusiastas de la ciencia desprecien la filosofía (muchas veces al extremo de pensar que la existencia de filósofos profesionales es una aberración, porque “cualquiera que sepa pensar puede hacer filosofía”… una tontería tan grande como pensar que cualquiera que pueda correr puede ser atleta, sin necesidad de un entrenamiento especializado). Entre otras cosas porque pareciera que sólo aprecian la ciencia por su valor práctico: por sus aplicaciones. Como si su valor cultural, como si el simple hecho de conocer mejor nuestro universo no bastara para valorarla. Y también porque quienes piensan así llegan a pensar cosas como que “la ciencia puede explicar cualquier cosa”, o que cualquier tipo de conocimiento distinto al científico es mera especulación sin valor. Caen así en el vicio filosófico conocido como cientificismo: la confianza en la ciencia convertida en fanatismo.

Y no: hay cosas que, efectivamente, la ciencia no puede probar: además de la ya mencionada existencia de la realidad, están la existencia o inexistencia de un dios, el valor estético de una obra de arte, el valor ético de un acción humana… incluso en matemáticas hay muchas verdades que se comprueban sólo a través de la lógica, no del método científico. Lo cual no quiere decir, claro, que la ciencia no pueda estudiar dichos problemas y aportar elementos para comprenderlos mejor. Pero eso es muy distinto a “resolverlos”.

La ciencia –al menos las ciencias naturales– estudian el mundo físico que nos rodea. Y son, sin la menor duda, el mejor método que tenemos para obtener conocimiento sobre él. Dicho conocimiento, aunque no es absoluto y se refina constantemente, es confiable, gracias a los muchos controles de calidad que la ciencia ha desarrollado para tratar de no engañarse. Pero la ciencia, a diferencia de las matemáticas, no produce verdades eternas.

Apreciar, desarrollar y confiar en la ciencia es importante, sobre todo para combatir a estafadores y enemigos del pensamiento racional. Pero despreciar la filosofía de la ciencia es cegarnos ante los problemas, limitaciones y sí, defectos que la ciencia, como producto humano, inevitablemente presenta.

Al final, yo creo que es mejor defender una imagen realista de la ciencia, con defectos y todo, que querer convertirla en una princesa ideal de cuento. Y eso es precisamente lo que la filosofía de la ciencia nos ofrece.
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