domingo, 7 de mayo de 2017

Ciencia y no ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de mayo de 2017

Con frecuencia abordo en este espacio temas que tienen que ver con disciplinas que, sin tener sustento ni reconocimiento científico, se presentan o se hacen pasar como ciencia. De ahí su nombre: falsas ciencias, o seudociencias.

Invariablemente, recibo en esas ocasiones mensajes de lectores inconformes y molestos, que me tildan de dogmático, intolerante, ignorante y otros adjetivos no menos floridos. (Me consuela, al menos, estar en compañía de otros escépticos notables a quienes considero mis maestros, como Isaac Asimov, James Randi, Martin Gardner, Carl Sagan, Michael Shermer y otros.) Invariablemente, también, quienes así opinan son creyentes fervorosos, qué casualidad, en la seudociencia abordada en mi texto.

El universo de las seudociencias es infinitamente amplio y variado. Caben en ella locuras que cualquier persona medianamente sensata e informada rechazaría como absurdas –que la Tierra es plana o hueca, o que estamos gobernados por una raza de extraterrestres de aspecto reptiliano–, y otras que, aunque absurdas, forman ya parte de cierta cultura popular poco informada científicamente, y que tienen numerosos seguidores: la creencia en ovnis tripulados por extraterrestres que nos espían desde las alturas; en la existencia de fantasmas y duendes; la negación de la teoría de la evolución frente a la idea de un creador, o las dudas sobre si realmente la NASA logró llevar, en 1969, hombres a la Luna.

Muchas seudociencias se basan simplemente en la falta de información, sumada a la tendencia humana a creer en aquello que nos “suena” bien y coincide con nuestras creencias previas, y a dar más crédito a simplonas teorías de conspiración que a explicaciones científicas complejas y en cierta medida ambiguas (pues la ciencia ofrece conocimiento confiable pero tentativo y provisional, siempre mejorable, nunca absoluto).

Muchas otras seudociencias, en cambio, mezclan también ideas místicas o esotéricas, como la creencia en “fuerzas vitales” que animan a los seres vivos; en propósitos trascendentes que suponen que “las cosas pasan por algo” (“leyes de la atracción”, karma, etcétera), y en general en fuerzas sobrenaturales que influyen en los sucesos que ocurren en el universo. La ciencia, por supuesto, rechaza todo supuesto sobrenatural de este tipo, y practica un “naturalismo metodológico” que, si bien no niega la posibilidad lógica de que haya fuerzas más allá de lo natural, entidades espirituales o propósitos trascendentes, sí reconoce que ninguna de estas posibilidades es útil o aporta algo al estudio científico del universo, y por tanto las excluye de las explicaciones científicas. No se trata de un prejuicio, sino de una limitación metodológica: lo espiritual o sobrenatural no puede ser estudiado con los métodos de la ciencia, ni para probarlo ni para refutarlo.

Particularmente peligrosas y dañinas son las seudociencias médicas, a las que suelo referirme con frecuencia, no sólo por su comprobada ineficacia, sino porque, al distraer a los pacientes de los tratamientos realmente útiles, ponen en peligro su saludo o su vida. Muchas de ellas incorporan conceptos místicos: numerosas seudomedicinas y terapias “alternativas” introducen, como elementos básicos de su doctrina, conceptos de tipo metafísico hace mucho refutados por la investigación médica, como la creencia en “energías” misteriosas que controlan la salud y la enfermedad (vitalismo).

Los defensores de esta seudomedicinas, además, atacan siempre a la medicina científica, acusándola de ser “reduccionista” y “materialista”: la descalifican precisamente por adoptar una postura naturalista. Sin embargo, la investigación médica rigurosa jamás ha podido demostrar, de manera clara –como se hace con los resultados de cualquier investigación médica aceptada– la efectividad de estas terapias. Si lo lograran, la comunidad médica y científica adoptaría inmediatamente sus resultados y buscaría la manera de aplicarlos y mejorarlos.

Parecería que, si hay tantas “medicinas alternativas” y teorías intrigantes no aceptadas por la ciencia, y si tanta gente cree en ellas, el menos algunas deberían tener bases reales, deberían ser ciertas. Sin embargo, en ciencia se requiere evidencia rigurosa y sistemática que respalde a una teoría. Si no la hay, ninguna teoría, por atractiva que sea, logra ser aceptada. Así funciona la ciencia.

Si pensamos en la ciencia como un círculo de conocimiento confiable que se va expandiendo en el infinito campo de lo que ignoramos, en su interior hay teorías sólidas, aceptadas por el consenso de la comunidad científica, y que cuentan con abundante evidencia experimental que las avala. En sus orillas, que son un tanto borrosas, hay otras teorías que se consideran prometedoras y que, aunque quizá aún no cuenten con suficiente evidencia, son coherentes con el resto del conocimiento científico y ofrecen posibles maneras de ser puestas a prueba, para llegar quizá a ser plenamente aceptadas. Por lo pronto, vale la pena explorar su potencial.

Pero las seudociencias se hallan claramente fuera de este círculo: además de carecer de evidencia, contradicen el conocimiento científico aceptado. Por más lógicas que suenen, por más que nos gustaría que fueran ciertas (porque, además, siempre ofrecen cumplir nuestros más anhelados deseos), no pueden ser consideradas como ciencia.

El ser humano tiene una sorprendente tendencia a engañarse a sí mismo. La ciencia es el método más útil que ha logrado desarrollar, a lo largo de su historia, para contrarrestar esa tendencia. Mantener y defender la división entre ciencia y seudociencia no es intolerancia ni dogmatismo. Es control de calidad.

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